La relación estrecha que tienen los ideales con los valores, y los valores con nuestros sentimientos, tiene como ineludible consecuencia que el terreno en donde más sufrimos la crisis universal de valores que hoy impregna nuestro mundo, es el de nuestra relación con las personas que más nos importan y dan significado a nuestra vida. Esto nos sorprende, porque hubiéramos dicho, espontáneamente, que podíamos evitar muy bien “lo que está mal” en el trato con las personas que mejor queremos, y también que podíamos protegernos y protegerlas de la maldad del mundo con mayor eficacia, y nos encontramos, de pronto, con que no es así. Cuando uno “se comporta mal”, lo hace peor con quienes más le importan y con uno mismo. Nos sentimos culpables con mucha más frecuencia y con una “convicción” mayor de lo que preferimos creer. Pero la culpa no deriva simplemente de los actos que hemos realizado, es una construcción más compleja a la cual muchas veces recurrimos cuando nos sentimos atrapados por el dolor de no poder, y así caemos en la trampa que disminuye el valor de todo aquello que podemos.